jueves, 6 de agosto de 2015

Lo jueves relato - Relatos del frío: Aroma de castañas


Dorotea nos invita esta semana a escribir sobre el frío, seguro que pensar en él es una buena manera de combatir un poco el sofocante calor que estamos pasando. Este es mi relato: 


Aroma de castañas

La recuerdo vieja y lánguida, con las huellas de la vida marcadas en su rostro por sinuosos recovecos de piel arrugada y seca. Tenía un aspecto quebradizo y pequeño como un suspiro de Viernes Santo, siempre vestida de negro, con su pañuelo en la cabeza, su toquilla pendiendo de los hombros, su faltriquera para los dineros y su mantita en los pies. Pasaba horas sentada sobre una silla de enea, a la intemperie del invierno y con un paraguas abierto como único techo por si llovía; a su lado, en el suelo, un saco de arpillera colmado de castañas crudas y una espuerta con carbón, un pequeño estante de metal lleno de utensilios y hojas de periódico, un anafre de hierro con una puertecita y un cañón de hojalata, del que constantemente salía el humo de las brasas, y sobre esta una especie de sartén llena de agujeros donde las castañas se tostaban con la cadencia que marcaban las endurecidas manos de la anciana.
Toda la plaza permanecía embriagaba del aroma dulzón a castañas asadas que abrían sensaciones, dejándome fragancias nítidas de una infancia mezclada de escarcha y cascaras de castaña.

Yo todavía era un niño en aquellas tardes de invierno al salir del colegio, ya anochecido y con un frio que empapaba el alma. Vivía un poco lejos y era mi padre quien me recogía al salir del trabajo. Casi siempre tenía que esperarle sentado sobre los gastados escalones, encogido, con la espalda apoyada sobre el enorme portón que abría la escuela y notando como mis rodillas se iban tornando moradas sin que el abrigo alcanzara a calentar lo que tampoco hacían los pantaloncillos cortos. En la distancia, miraba a los chavales del barrio intercambiando cromos de futbolistas o jugando a las canicas en un agujero excavado en la  tierra helada; yo, fumaba la espera con cigarrillos invisibles, lanzando finos círculos de vaho que se evaporaban con rapidez en el aire. El mismo aire que se empapaba gustoso con los olores de las castañas asadas.
A veces, la castañera me llamaba y yo colocaba mis manos con timidez junto al caldero de humo; el calorcillo me estremecía. Era entonces cuando la anciana me mostraba sus dos únicos dientes en una abierta sonrisa al regalarme dos castañas calientes.  —Toma, métetelas en los bolsillos y caliéntate las manos —decía con ronca amabilidad.
Al poco solía llegar mi padre, cansado, con su mono marrón gastado y sucio, y colocaba sus manos junto a las mías para entrar en calor. En ocasiones sacaba una peseta y la vendedora volteaba con habilidad un cucurucho llenándolo de castañas sabrosas;  otras, su gesto tristón revelaba que no había dinero, pero siempre, de una u otra manera, yo me iba a casa con las manos calientes y las rodillas frías.

Al marcharnos, la castañera seguía cantando su pregón, atusando las brasas y removiendo castañas, mientras la calle le devolvía el eco y la tarde moría sobrecogida de frío.

Ilustración encontrada en la red, Carlos Rincón: La castañera