miércoles, 28 de noviembre de 2012

Los jueves relato - A la luz de una vela






Cada tarde

Cada tarde se sientan alrededor de la mesa camilla. Un acogedor calorcillo sube a través del brasero, calentando sus pies y convirtiendo la estancia en una agradable sensación de hogar.

Entre puntadas de cruz, Luisa eleva sus ojos por encima de las gafas de pasta, milagrosamente estables en la misma puntita de su nariz, mirando coquetamente a Miguel.
Miguel, con evidente apatía, lee un diario olvidado y lejanamente atrasado. Inevitablemente sus ojos se encuentran en el invisible punto neutral que establecen sus pupilas. Los dos sonríen con similar ternura.

De ambos lados de la mesa, dos temblorosas manos se deslizan suave y lentamente hasta encontrarse. Entre ellos un único testigo, la luz tintineante y trémula de una vela que discreta cierra los ojos y se esconde.  

El silencio se impone, reinando solemne. Apacibles y serenas, sus cabezas reposan delicadamente, una frente a la otra. El punto de cruz a un lado, el diario, distante y arrugado. Sus manos, unidas,  ya no tiemblan. La luz de una vela de nuevo oscila, tintineante y trémula.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Los jueves relato... Arte paralelo

A propuesta de Gastón Avale, este jueves va de Arte paralelo y propone elaborar, por ejemplo, algún audio representativo. Yo me he decidido por contar un pequeño relato que es una adaptación muy libre de un capítulo de la novela infantil de Roald Dhal "Las brujas"... ya digo que muy libre. 
Los valientes, que lo escuchen, el resto que se tapen los oidos; o mejor, no darle al play y se evitarán un mal trago y un rechinar de oidos innecesario, abajo lo podéis leer escrito.

Las brujas





Las brujas 

Míralas cuidadosamente a los ojos, porque ellos las delatan. Míralas en el centro de cada ojo, donde normalmente hay un puntito negro. Si es una bruja, el punto cambiará de color, y verás una luz de un azul intenso o verás un resplandor de fuego bailando justo en el centro de ese punto. Te darán escalofríos por todo el cuerpo. En realidad, las brujas no son mujeres normales. Parecen mujeres, hablan como las mujeres, y pueden actuar como las mujeres. Pero, de hecho, son seres completamente diferentes. Son criaturas de  naturaleza terrible y odiosa. Por eso tienen garras, y pelo en sus hombros, y pies de cordero, y cuerpo de gacela, todo lo cual tienen que  disimular lo mejor que pueden delante de la gente normal. Nunca puedes estar absolutamente seguro de si una mujer es una bruja sólo con mirarla. Pero si lleva guantes, si tiene un bolso de Prada, los ojos cubiertos por  abundantes capas de rímel y su pelo esculpido por Llongueras, y, si además sus dientes se esconden tras un enorme recubrimiento de bótox, si tiene todas esas cosas, entonces  no te quepa la menor duda, tu mujer no solo es una bruja, además… es una pija.
 
Otra propuesta diferente y fotográfica de éste jueves en el blog Ya que digo.

Más arte en paralelo en el blog de Gastón Avale

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Los jueves relato - 6 minutos y volvemos




La abuela Águeda


La abuela Águeda se dirigió al cuarto de baño. De allí, atropellando y como alma que lleva el diablo, salía Manolín, con la cara escocida y colorada como un pimiento morrón.

   - Diablo de crío, no tiene idea buena - pensó irritada mientras recogía de la pila el frasco de color ámbar del genuino masaje Floïd, su aroma inconfundible inundaba ahora completamente el cuarto.

Sin cerrar la puerta del estrecho baño, la abuela trató de lavarse la cara, pero apenas pudo mojar un poco sus pequeños y acuosos ojillos, las manos temblorosas apenas podían retener el agua que caía en la pila sin siquiera rozarla. Luego, de modo concienzudo y coqueto, se recompuso el largo y plateado cabello siempre bien recogido en un perfecto y redondo moño. Sus arrugadas manos movían los ganchos e imperdibles con sorprendente agilidad, tras tantos años el propio pelo estaba bien adiestrado. Cuando hubo acabado de arreglarse, se miró discretamente y con recato en el espejo, comprobó que ya se encontraba lista para ver, como cada tarde, a aquellos señores repeinados y tan bien vestidos que daban el parte en el aparato nuevo donde también echaban películas.

Arrastraba la abuela Águeda los pies al caminar y tenía la espalda ligeramente encorvada por el peso de sus muchos años y de tanta vida acumulada. Viuda al terminar la guerra, se las ingenió para sacar adelante a cuatro hijos en una posguerra donde el hambre y el miedo iban de la mano en días fríos e interminables. Con paso lento fue hacia la cocina y comprobó que el hervido de la cena seguía bullendo alegremente, luego se dirigió al comedor. Allí, Marisa, su hija menor, hacía un remiendo en los pantalones cortos del niño que aun corría por el pasillo con la cara echando fuego. Luis, su marido, fumaba un Celtas corto sentado en el sofá de skay verde, mientras contemplaba la enorme bola del mundo que, girando sin cesar y con soniquete espacial, anunciaba el inicio del telediario desde la mágica pantalla en blanco y negro del  televisor Philips que tanta ilusión había traído a la casa.

La abuela Águeda se sentó en su silla junto a la mesa, odiaba el sofá tan moderno que le parecía blando e incómodo, estiró todo cuanto pudo su eterna bata gris con lunares blancos hasta ocultar sus rodillas y juntó férreamente las piernas enfundadas en medias negras de grosor centimétrico. Ya se encontraba lista para ver las noticias, cuando observó que Lucía, su nieta, jugaba revolcándose por la alfombra de lana. Con apergaminado gesto y algo enojada, la Abuela Águeda reprendió a la niña:

  - Nena – dijo - siéntate bien y cierra las piernas, ¿no ves que el señor de la televisión te está mirando?

 “Sin duda la abuela Águeda era una mujer de otro tiempo, pero de un tiempo que, desde la perspectiva que dan los años, fue vital y donde ellas fueron y son protagonistas imprescindibles”.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Los jueves relato - ¡Halloblogween 2012!




 Una oración para su alma

El Sr. Servais empujaba, no sin dificultad, la pesada silla de ruedas de su mujer, entre el mar de coches y trastos viejos y abandonados en que se habían convertido las calles desde hacía ya varias semanas. No había nadie por ningún lado, ellos dos eran los únicos que quedaban allí. La muerte dulce se había ido apoderando poco a poco de todos. Miró el barrio, su barrio desde hacía setenta y ocho años, antes tan rebosante de vida, lleno de bulliciosos comercios y ruidosos coches, con el continuo trajinar de personas trabajando o paseando y de la jubilosa algarabía de los niños corriendo y jugando. Ahora ese barrio estaba vacío y hasta los pájaros, más silenciosos que nunca,  parecían haberse unido al duelo. Sólo algún ladrido lastimero y lejano de un perro buscando al amo que nunca encontraría lograba escucharse. Nada más. El resto era el silencio más absoluto.

Había amanecido un espléndido día con una agradable temperatura que le hacía más llevadera la pesada carga de empujar la silla. Hacía ya casi un día que sentía el desagradable cosquilleo en las manos, pero sus fuerzas ya no eran las mismas. Le había costado mucho sacar a su mujer, la Sra. Servais, de la cama de la que no se había movido en los últimos dos años. Su cabeza ya no daba y sus piernas no obedecían, pero mientras estuvo lúcida y, fiel a su formación religiosa, le hizo jurar que un sacerdote le daría la extremaunción antes de morir. Ahora ya no existían curas, por eso había pensado que llevarla a morir a la iglesia tendría el mismo valor.

Cuando llegó, el templo era en sí mismo un espectáculo dantesco. Había cadáveres por doquier, todos habían querido acudir allí a pedir perdón en sus últimos momentos o acaso a solicitar un milagro que nunca llegaría. Empujando su silla, pisando y apartando cuanto había en su camino fue, lentamente pero con firmeza, abriéndose paso entre el impresionante gentío inerte hasta que se colocó en medio del pasillo. El Sr. Servais se sentó en un banco a descansar y al poco empezó a notar molestias en el brazo izquierdo, sintió una punzada en el corazón, como un pequeño infarto. Unos segundos después moría acurrucado en el banco de la iglesia, satisfecho por haber conseguido su objetivo. Su mujer, la Sra. Servais, continuó sentada en su silla de ruedas ausente de cuanto sucedía. Miraba inocentemente hacia el altar y en ocasiones hacia su marido. Durante todo el tiempo mantuvo una ligera sonrisa humedecida por las gotas de saliva que le resbalaban constantemente por entre la comisura de los labios.
Cinco días más tarde fue a encontrarse con el Sr. Servais, su marido. Ella nunca supo que era la muerte dulce. 


Más Halloblogween en casa de Teresa Cameselle

Nota: Había escrito otro relato para este jueves de celebración del Halloblogween, pero como me ha quedado algo extenso y era de la serie de las Crónicas de la Muerte Dulce, lo he sustituido por éste que es del mismo proyecto, de sus inicios, y que creo que se adecua más al formato de microrelato. El que lo desee puede leer "La maldición", en las crónicas. Allí tambien sereis bienvenidos al fin del mundo