jueves, 17 de marzo de 2016

Despedida temporal

Buenos días amigos.
Hoy quiero anunciaros que me voy a retirar de toda actividad en las redes (blogs, Facebook, etc.) durante un tiempo que de momento es indeterminado. 
 
No es por ningún motivo preocupante, simplemente necesito alejarme para iniciar algunos proyectos que tengo entre manos. Es algo que ya hice anteriormente y el resultado creo que fue positivo. Soy de los que necesita centrarse en los objetivos, siento que me cuesta más cuando me disperso.
De todas maneras esto no significa que me aísle del mundo. Cuando sea necesario subiré alguna noticia o evento importante, sobre todo si tiene que ver con Sueños de escayola. Seguiré asomándome para compartir, si llega, alguno de los reconfortantes comentarios que me hacéis sobre la novela, así como para daros a conocer las posibles presentaciones del libro que puedan surgir. 
 
Por supuesto también podéis seguir contactando conmigo por cualquier medio, para solicitarme un ejemplar dedicado de alguno de mis libros o para lo que necesitéis. Yo siempre estoy y estaré aquí.
Solo es un simple alejamiento temporal para seguir trabajando.
 
Por último quiero daros las gracias a todos por vuestro acogimiento, vuestros ánimos, vuestro cariño, por ayudarme a tener uno de los años más mágicos e inolvidables de toda mi vida. Las cosas que me han sucedido y que he vivido durante estos casi 365 días no los hubiera imaginado nunca, ni en mis mejores fantasías. Pero bueno, como suelo decir: “Los sueños brillan cuando se desean con ilusión”.
DE CORAZÓN, GRACIAS A TODOS!!!

martes, 15 de marzo de 2016

Las semanas de Sindel - 11 de 52: ¿A donde van?


Semana 11 de 52 ¿A donde van? 


Musas tardías


La jornada comienza a languidecer y un moribundo rayo de sol se cuela cansado por la ventana que cada tarde calienta mi espalda. Yo sigo sentado en mi sillón, la mano en la barbilla, mirando el inmaculado folio en blanco que muestra la pantalla de mi ordenador. Tampoco hoy las musas parecen querer bajar a saludarme. Un café humeante reposa sobre la mesa del escritorio tras el tercer viaje a la cocina. A veces pienso que es el tedio que me asola cuando no encuentro trama que desarrollar el culpable de la abultada redondez de mi cintura.

Por enésima vez miro el correo para distraer la monotonía. Nada nuevo, solo tres mensajes de spam, que borro, y dos PowerPoint que decido abrir más tarde. Me doy una vuelta por Internet y acabo en Facebook, repartiendo “me gustas” a frases de autoayuda y retóricas citas existenciales que nadie entiende pero que quedan solemnes sobre el pétreo rostro de la Madre Teresa de Calcuta, de Rabindranath Tagore o de una puesta de sol en alguna apacible isla del Índico.

Un hormigueo de culpable zozobra recorre mi estómago. Me digo que así no voy a adelantar nada y lo cierro todo mientras en voz alta me digo aquello de “Que las musas te pillen trabajando”. Vuelta a contemplar el folio, que sigue blanco y puro como hace dos horas y media. Por no tener no tengo ni un título con el que bautizar el relato que mañana jueves tengo que presentar. Mi inspiración sigue ausente.

Doy un sorbo al café que ya está tibio y miro distraído las paredes de la habitación. Caigo en la cuenta de que al techo le hace falta una mano de pintura y rio recordando a Serrat. De repente me entran ganas de escucharle. Busco en mi discoteca de MP3 y su reverberante voz me envuelve de sensaciones. Con envidia lamento no tener su virtuosismo para engarzar historias que conmuevan al corazón. De pronto, una de esas canciones me hace arquear las cejas. ¡Hacía tanto que no escuchaba “Una de piratas”!. Mi cabeza se llena de nostalgia evocando aquellos momentos cuando por casa aun correteaban pañales. 

Todos los piratas tienen un temible bergantín, con diez cañones por banda y medio plano de un botín… 
Noto que me pongo melancólico y eso, al final, siempre trae consigo algún estímulo. No hay nada como la emotividad para cazar hadas al aire.

Hace un rato que encendí la luz artificial, la noche ya cayó. Del café solo queda algún poso que ni para leer sirve mientras las canciones de Serrat siguen sucediéndose; ahora suena, “Mi niñez”: 
Tenía un balcón con albahaca y un ejército de botones y un tren con vagones de lata roto entre dos estaciones.

Es entonces cuando siento como la melodía se va fundiendo con mis sentimientos, con mis propios recuerdos, y las palabras surgen. Primero despacio, suave, envolviéndome, pronto las frases se van agolpando de una manera atropellada, mágica, casi diría que son las propias musas quienes graciosamente las van dejando caer:

La llave estaba colocada en la cerradura. Cuando lo abrió, un pequeño nudo se le puso en la garganta. Allí estaban los juguetes que aun recordaba y que hacía tantos años que no veía. Empezó a escarbar entre aquella maraña de objetos de su infancia. Vio sus Mádelman y algunos peluches, entre ellos el viejo Simba, el león que fue su compañero de almohada durante tantas noches, el tren eléctrico, sus antiguos Juegos Reunidos, algunos cuentos troquelados y el álbum de cromos de Vida y Color que tanto le costó terminar. También encontró, bien plegadita dentro de una bolsa y colocada al fondo del baúl, su vieja camiseta de portero de fútbol…

Mis dedos corretean por el teclado, veloces, las ideas brotan de mi cabeza, la historia, comienza a fluir...



*NOTA: A todos cuantos habéis llegado hasta el final de este (algo largo) relato quiero mostraros mi agradecimiento y aprovechar para despedirme temporalmente.
Sindel, querida amiga, no te he seguido en demasiados lunes, pero sí tenía claro que esta despedida pasaría por aquí. Además, me ha inspirado el lema de tu propuesta para hacerlo de una manera más literaria (aunque supongo que todavía subiré otra entrada dando alguna explicación)
"¿A donde van?" preguntas: yo, de momento, a tratar de seguir a mis musas.
Besos a todos y seguimos en contacto.

Mas historias en casa de Sindel Karina

sábado, 12 de marzo de 2016

Aroma de castañas

Os invito a ver y sobre todo a escuchar este montaje en video del relato "Aroma de castañas", que escribí hace algunas semanas, narrado con mucha ternura por Laura, mi hija pequeña. Espero que os guste.




Aroma de castañas

La recuerdo vieja y lánguida, con las huellas de la vida marcadas en su rostro por sinuosos recovecos de piel arrugada y seca. Tenía un aspecto quebradizo y pequeño como un suspiro de Viernes Santo, siempre vestida de negro, con su pañuelo en la cabeza, su toquilla pendiendo de los hombros, su faltriquera para los dineros y su mantita en los pies. Pasaba horas sentada sobre una silla de enea, a la intemperie del invierno y con un paraguas abierto como único techo por si llovía; a su lado, en el suelo, un saco de arpillera colmado de castañas crudas y una espuerta con carbón, un pequeño estante de metal lleno de utensilios y hojas de periódico, un anafre de hierro con una puertecita y un cañón de hojalata del que constantemente salía el humo de las brasas, y sobre esta una especie de sartén llena de agujeros donde las castañas se tostaban con la cadencia que marcaban las endurecidas manos de la anciana.
Toda la plaza permanecía embriagaba del aroma dulzón a castañas asadas que abrían sensaciones, dejándome fragancias nítidas de una infancia mezclada de escarcha y cascaras de castaña.

Yo todavía era un niño en aquellas tardes de invierno al salir del colegio, ya anochecido y con un frio que empapaba el alma. Vivía un poco lejos y era mi padre quien me recogía al salir del trabajo. Casi siempre tenía que esperarle sentado sobre los gastados escalones, encogido, con la espalda apoyada sobre el enorme portón que abría la escuela y notando como mis rodillas se iban tornando moradas sin que el abrigo alcanzara a calentar lo que tampoco hacían los pantaloncillos cortos. En la distancia, miraba a los chavales del barrio intercambiando cromos de futbolistas o jugando a las canicas en un agujero excavado en la  tierra helada; yo, fumaba la espera con cigarrillos invisibles, lanzando finos círculos de vaho que se evaporaban con rapidez en el aire. El mismo aire que se empapaba gustoso con los olores de las castañas asadas.

A veces, la castañera me llamaba y yo colocaba mis manos con timidez junto al caldero de humo; el calorcillo me estremecía. Era entonces cuando la anciana me mostraba sus dos únicos dientes en una abierta sonrisa al regalarme dos castañas calientes.  —Toma, métetelas en los bolsillos y caliéntate las manos —decía con ronca amabilidad.
Al poco solía llegar mi padre, cansado, con su mono marrón gastado y sucio, y colocaba sus manos junto a las mías para entrar en calor. En ocasiones sacaba una peseta y la vendedora volteaba con habilidad un cucurucho llenándolo de castañas calientes y sabrosas;  otras, su gesto tristón revelaba que no había dinero, pero siempre, de una u otra manera, yo me iba a casa con las manos calientes y las rodillas frías. 

Al marcharnos, la castañera seguía cantando su pregón, atusando las brasas y removiendo castañas, mientras la calle le devolvía el eco y la tarde moría sobrecogida de frío.