Recuerdos de color sepia
Las brumas del tiempo transcurrido me impiden recordar el
día, incluso el mes, pero si que recuerdo perfectamente las sensaciones que
pasaron por mi cabeza mientras sor Mercedes me llevaba de la mano hasta la
enorme sala dormitorio que se iba a convertir en mi hogar durante los siguientes
meses y por tiempo indefinido.
Corría el año 1969, el hombre pisaba por primera vez la
luna, algo que yo entonces ignoraba pero que tampoco me importaba demasiado,
mis pensamientos estaban en otro lado. Aquel verano yo había cumplido diez años
y fue unas semanas después cuando, con la mirada triste y resignada de mi padre
como testigo, mi madre, besuqueándome repetidamente la cara y envuelta en
lágrimas, entregaba a la monja mi bolsa con algunas mudas, una pastilla de
jabón, el peine, un frasco de colonia y algunos tebeos. Ese día ingresé en el
Sanatorio de la Malvarrosa,
allí estuve casi un año, un tiempo y un lugar que para bien y para mal marcó
gran parte de mi vida.
Hoy se me hace difícil olvidar a aquel niño temeroso del eco
sordo que dejaban los lentos pasos de sor Alfonsina, mientras paseaba vigilante
entre la multitud de camas perfectamente alineadas a ambos lados de la enorme
habitación y por la omnipresente sensación de desamparo que producía aquella
solitaria oscuridad. Interminables y frías, noches llenas de gruñidos que se me
antojaban monstruos gigantes y temibles y que no eran si no los ruidos producidos
por las olas del mar al romper en la playa.
Tampoco es fácil olvidar el inconfundible olor a
desinfectante y a éter que inundaba todo el sanatorio, los gritos de dolor de los niños recién
operados, la sala de rehabilitación donde pasábamos las mañanas entre aparatos,
correas, andadores y enfermeras y la pequeña piscina metálica que sin duda era
lo más divertido de todo. El agua de la playa, a pesar de estar a menos de 50 metros, ni la
pisábamos.
Recuerdo cuanto echaba de menos los juegos con mis hermanos
y a mis amigos, incluso el colegio y a don Matías, mi maestro, siempre
malhumorado y de mano fácil, y a don Carlos, el afable cura de la iglesia de
San Francisco de Asís donde yo era monaguillo. El júbilo llegó aquel día que
vinieron todos a visitarme, en el 600 azul de don Carlos, la tarde libre, los
juegos y el baño en la playa fue el reflejo de un día absolutamente inolvidable
e irrepetible.
Era raro el día que me permitían ir a casa, todos los
domingos por la tarde mis hermanos y mis padres las pasaban conmigo allí en el
sanatorio o en la playa. Eran aquellas las tardes más esperadas y felices, eran
mis momentos. Para un niño de diez años era difícil entender cuales eran los motivos por los
cuales pasaban las semanas y los meses inamovibles y porque cuando el alegre domingo llegaba a su
fin todos se iban a casa y yo debía de quedarme allí, mordiéndome la pena y el
desencanto.
Fruto de aquel tiempo hay recuerdos imborrables, sensaciones
maravillosas y difíciles de olvidar. Aquel año tuve la fortuna de ser regalado
con unos cuantos. Normalmente era mi padre, tras salir del trabajo, quien venía
un día a la semana a traerme las mudas de ropa limpia de casa y llevarse la
sucia, mi madre, la pobre, bastante tenía con atender a seis hijos más, la
mayor con once años, siempre me traía algunas golosinas y chocolatinas ElGorriaga
que guardaba para el resto de la semana o para compartir como el tesoro que
eran. Una mañana, de manera sorpresiva vinieron los dos, mi madre y mi padre, tenía
el día libre y pidieron pasarlo conmigo. Recuerdo que nos fuimos a comer a la
orilla de la playa y allí pasamos toda la tarde los tres juntos. Comimos pollo
al ajillo que mi madre trajo en una fiambrera de metal de aquellas antiguas con
cierre, estaba frío, pero puedo jurar que aquel fue el pollo más sabroso que he
comido en toda mi vida y ese día el mejor de los regalos.
También fue inolvidable el cumpleaños de don Álvaro López,
el eminente cirujano especialista en hueso y director del sanatorio; durante un
buen tiempo estuvimos memorizando y ensayando una obra teatral entre todos los
chicos y chicas ingresados, a mí me tocó recitar una épica poesía en su honor a
la que traté de darle mi mayor entonación dramática. Supongo que gustó porque
nos aplaudieron mucho. O las continuas travesuras que Javi, mi mejor amigo y yo
le hacíamos a la buena de sor María, como aquel día que jugando al fútbol en la
terraza, golpeamos en la cabeza a la monja, ante su furia y la amenaza de
quitarnos la pelota durante un tiempo, yo salté el muro pelota en mano hasta la
arena, durante más de tres horas me negué a regresar, en ese momento me sentí
un héroe, pero el pescozón no me lo quitó nadie cuando el hambre y el
aburrimiento me hicieron regresar. Pero lo mejor de todo eran aquellos días de
primavera y de comienzos de verano cuando todos los días un grupo de caballos trotaba
a galope por la playa guiados por sus jinetes. Recuerdo que detrás de ellos
íbamos un grupo de nosotros con nuestros cubos recogiendo las boñigas diseminadas
por la orilla, eran el mejor abono para las innumerables plantas y macetas que
adornaban todo el hospital. Eran momentos divertidos y placenteros, de
verdadera sensación de libertad, incluso nos permitían mojarnos los pies en el
agua.
Pero el día mágico de verdad, fue aquel del que conservo la
única fotografía de ese tiempo. Eran las fallas de 1970, día de San José, nos
visitó la Fallera Mayor
de Valencia. Sacaron nuestras camas al sol de la terraza y allí nos acostaron a
todos entre almidonadas sábanas limpias y pijama nuevo. Recuerdo innumerables personas, fotógrafos y muchas
falleras, también gente muy elegante y sin duda importante. Nos saludaron uno
por uno a todos, a las niñas que también estaban en sus camas, pero en el otro
lado de la terraza (como siempre) y luego a nosotros. Aquel festivo día comimos como nunca,
paella, coca-colas y sobre todo pasteles. Aun se me hace la boca agua pensando
en lo ricos que estaban aquel palo catalán y el xuxú.
Todos estos son una parte de mis recuerdos en sepia, de un
año a veces triste y a veces alegre, pero sobre todo inolvidable, de un tiempo
difícil y duro que me tocó vivir y sufrir a mi y a un puñado de niños inocentes
unidos por idéntico infortunio y un mismo estigma, porque nosotros éramos
los niños de la polio.
¡Ah!, al final no me operaron. Pero esa es otra historia.
junto a sor Mercedes y la Fallera Mayor de Valencia, año 1970
Os quiero invitar a visitar mi otro blog, "Ya que digo", en él he subido un video emitido en Informe Semanal, acompañado de una breve explicación sobre lo que supuso y supone el virus de la polio en multitud de niños de aproximadamente mi edad. No hay obligación de pasar, por supuesto, mi colaboración del jueves es ésta que habéis leido, aquella sólamente pretende informar sobre un tema que desgraciadamente se está volviendo a poner de actualidad. La entrada se llama "Los niños de la polio", os ayudará a entender algunas cosas que en este relato se cuentan. Muchas gracias
Más recuerdos entrañables en casa de Pepe "Desgranando momentos"