martes, 5 de enero de 2016

Noche de Reyes



Noche de Reyes

 Algún ruido despertó a Carlitos, aunque no se puede decir que hubiera dormido mucho. La cabalgata de Reyes a la que le habían llevado sus papás aquella tarde le había excitado mucho y esos nervios no se los pudo quitar ya en todo el día.
Se había acostado temprano. Bueno, en realidad como todos los días, pero a él le pareció que era muy pronto y protestó un poco. Estaba demasiado excitado pero sus padres le convencieron de que era lo mejor, pues aquella noche era especial. Era la noche de Reyes y para Carlitos, a sus recién cumplidos cinco años, era la noche más mágica de toda su vida.

Carlitos dudó. No sabía si levantarse a averiguar qué era ese ruido. Un poco de miedo sí que le daba pero también le comía la curiosidad porque él continuaba oyendo pequeños ruiditos y ligeros murmullos. ¿Serían los Reyes Magos que habían entrado a su casa cargados de regalos?

Finalmente la curiosidad pudo más que el miedo y se decidió a ir a averiguar qué pasaba. Con mucho sigilo se bajó de la cama y despacito fue abriendo la puerta poco a poco, muy despacito, silenciosamente. Cuando hubo la suficiente abertura asomó la cabeza y miró a ambos lados del pasillo. Todo estaba oscuro y no se veía nada. Bueno, todo no, al fondo del pasillo, en el comedor, se veía una tenue luz. Los ojos se le abrieron como platos, ¡eran ellos, eran los Reyes Magos, seguro!
Con mucho sigilo abrió la puerta lo suficiente para poder pasar por ella. Se puso a cuatro patas y empezó a gatear. Cuando salió de la habitación y estaba en el pasillo se paró un momento. Se puso a pensar en si llamaba a su hermana. Ella dormía en la habitación de al lado. Dudó un poco, pero definitivamente no quiso hacerlo, seguro que no le iba a creer. Además, ¡no se lo merecía! Ella ya no jugaba con él desde que se creía mayor, no le hacía caso, así es que no le iba a dar la satisfacción de ver con él como los Reyes dejaban los juguetes que habían pedido. Cuando se lo contara por la mañana, seguro que se iba a morir de la envidia.

Muy despacito se puso a gatear hasta la habitación de donde salía la pequeña luz, la del comedor. Siguió gateando hasta llegar a la puerta. Ésta estaba un poco entreabierta y pudo ver unas sombras que se movían de un lado a otro, pero no distinguía nada. Movió un poco la puerta, despacito, para ver un poco mejor y entonces la vio, justo en frente. Toda la luz de la luna que entraba por el balcón parecía darle a ella porque resplandecía. Ahí estaba la bicicleta que tanto deseaba. Era grande, tenía una gran cesta delante del manillar y unas enormes y preciosas ruedas, ¡y era morada!, ¿Cómo sabían que era el color que le gustaba? ¿Lo había escrito en la carta? Sea como fuere, lo habían adivinado y se la habían traído.
La excitación de Carlitos subió tanto al verla que le dieron unas irrefrenables ganas de hacer pipi. Tantas, que incluso notó que se había mojado un poco, pero afortunadamente pudo controlarlo antes de que hiciera un charco en la puerta del comedor ¡que habrían pensado los Reyes si hubiera mojado el suelo allí, delante de ellos! Hubieran descubierto que él estaba  mirándolos y a lo peor hasta se llevaban la bicicleta como castigo por estar espiando.

Se levantó y corriendo se fue hasta el water. Afortunadamente hacía algún tiempo que ya era capaz de ir solo. Encendió la luz, se bajó el pantalón del pijama y el pequeño calzoncillo y se sentó en la taza, porque de pié, como hacía su padre, no llegaba. En alguna ocasión lo había intentado pero solo consiguió mojarse los pies,  llenar todo el water de pipi y llevarse la consiguiente riña de su madre, que le dijo que era muy gorrino. Así es que de momento lo mejor era no seguir intentándolo, ya crecería.

Allí estaba Carlitos, sentado en la taza y con los pies colgando soltando su pipí, cuando vio asomar a su madre por la puerta y con cara de susto.
—Carlitos, ¿qué haces aquí a estas horas? – le preguntó
—Quería hacer pipí, mamá.
—¿Y por qué no me has llamado?
            —¡Mamá, es que he visto a los Reyes!
 —¿Cómo es eso que has visto a los Reyes? – preguntó su madre con cara de sorprendida.
            —¡Si, si, he visto luz en el comedor, me he acercado despacito y he visto como colocaban los regalos!
            —Carlitos, no seas mentiroso, ¿por qué dices esas cosas? A los Reyes no se les puede ver.
            —¡Si, de verdad, mamá! Vestían como los de la cabalgata, ¡con coronas y todo!
Carlitos pensó que si le decía una pequeña trola su madre le creería más que si le decía que solo había visto unas sombras.
            —Vale Carlitos, pero no se lo digas a nadie porque si se enteran los Reyes de que los has visto y que no estás durmiendo quizá no te dejen nada. A ellos no les gusta que los vean, por eso son magos, porque nadie los puede ver.
            —No, no, mamá, yo no digo nada, que yo quiero la bicicleta.
Una vez que dijo eso se dio cuenta de que tal vez los Reyes podían oírle decir que la había visto y se la llevarían, como decía su madre. Eso le asustó mucho.
           —Venga, cariño, no te preocupes. Vete a dormir y verás mañana como te han traído los regalos que quieres.

Su mamá llevó a Carlitos a su cama y lo acostó con una sonrisa cómplice. Guiñándole un ojo le tapó hasta el cuello y le dio un beso de buenas noches, seguidamente apagó la luz y cerró la puerta. Carlitos aún tardaría un buen rato en quedarse profundamente dormido. Habían sido unos momentos de mucha emoción como para dormirse enseguida, pero finalmente el cansancio le pudo y un dulce sueño se apoderó de él.

                        —¡Vamos Carlos, levanta, que ya han venido los Reyes! Era su hermana quién le estaba llamando y apremiándole para levantarse.

Rápidamente Carlitos se levantó, se calzó las zapatillas y en pijama como estaba, y con una emoción sin límites, siguió a su hermana mayor hasta el comedor, el lugar mágico donde estaban los juguetes soñados.
Cuando entró, un segundo después que su hermana, vio la hermosa bicicleta morada de grandes ruedas y a su hermana abrazándola con una gran alegría. Al otro lado y junto a sus zapatos, había otra bicicleta. Ésta era roja y blanca, con las ruedas mucho más pequeñas. También tenía una pequeña cesta en la parte delantera del manillar, y sobre todo se dio cuenta de que tenía dos ruedecillas pegadas a la rueda trasera.
Con gran disgusto se dio cuenta de que la preciosa bicicleta grande y morada era para su hermana y que la otra, la bicicleta de las ruedecillas para niños pequeños, era la suya. Una pequeña desilusión se dibujó en su rostro.
La estuvo mirando durante un rato, primero con algo de enfado, pero enseguida se dio por satisfecho pensando que así podría aprender a montar en ella y se caería menos. Al fin y al cabo era un buen paso para dejar atrás su viejo triciclo de tres ruedas. Ésta era más grande y casi parecía una bicicleta de verdad.
Así es que, finalmente, se unió a la alegría de la familia por los regalos que les habían dejado los Reyes. Pero en un momento dado se fijó en el belén que estaba montado en el hueco del gran mueble que tenía el comedor y en los Reyes Magos que, subidos en sus camellos, estaban ya junto al portal, y es que a su madre le gustaba ir acercándolos poco a poco desde que llegaba el día de Navidad.

Cuando vio que nadie lo miraba, que cada uno estaba ocupado con sus propios regalos, Carlitos se acercó al belén y dirigiéndose a los tres Reyes les dijo en voz muy bajita:

            —Oye, que sepáis que yo no os he visto de verdad, y que no teníais porque haberme cambiado la bicicleta.  

Este cuento está publicado en mi primer libro de relatos "Despertar".
Ilustración original de mi niña, Irene García Fuentes, para el libro.