El globo de helio
Cristina llegó corriendo hasta la cocina donde su madre se afanaba por
sacar brillo a los fogones. Enormes lagrimones corrían por sus coloradas mejillas,
mientras hipando y preguntada por su madre, trató de explicar el pesar que la afligía:
—E-el glo-globo de Pluto, se ha es-escapado solo y
se ha ido al árbol; abuelito ha querido cogerlo pero se ha explotado por culpa
del gato tonto.
—Vaya, que pena —la consoló su madre.
En ese momento entró por la puerta el abuelo. Caminaba encorvado y
sujetándose con ambas manos los riñones. Parecía dolorido, el escaso pelo lo
tenía completamente desordenado y la ropa llena de briznas de la hierba del jardín.
—¿Estás bien papá? —preguntó
la madre con gesto preocupado.
—Sí, hija, si, ahora estoy
bien, aunque casi no lo cuento.
—¿Pero qué te ha pasado? Parece que te haya pasado
un autobús por encima.
—No te rías anda, que menudo golpe me he dado. Y
todo por una tontería. Tan tranquilo como estaba yo, leyendo a la fresca del
jardín como todas las tardes, y ha llegado Cristina refunfuñando y llorando
porque el globo de helio que le comprasteis ayer en la feria se había volado, ha cogido mi mano y se ha empeñado en llevarme para que lo viese. Estaba enganchado
entre las ramas del chopo. Me ha dado tanta pena ver el berrinche de la
criatura que le he prometido que lo iba a coger. Sin pensarlo mucho me he subido
escalando por el tronco cuando he notado que algo me agarraba la espalda y me
he caído para atrás. ¡Menuda costala me he dado! Y lo peor es que el globo ha explotado
no sé cómo y la niña aun se ha puesto todavía más burra.
—Pero papá, ¿a quién se le ocurre? Ya no estás en
edad de hacer locuras —intervino la madre con tono de reproche.
—Ya hija, no hace falta que me lo recuerdes. Mis
huesos ya lo han hecho antes que tú.
—Anda, ven que te doy unas friegas con aceite de
romero y luego te echas un rato para descansar. Y tú no llores Cristina,
cariño, vamos a merendar y cuando venga papá le convencemos para volver mañana
a la feria y compramos otro globo ¿vale?
Cristina pareció consolarse con la idea de la merienda y sobre todo con la
promesa de volver a la feria y subir otra vez al tiovivo. Enseguida dejó de
llorar y sorbiéndose los mocos, se puso a dar saltos y a buscar por todos los
rincones a Nerón, su gato siamés para comunicarle la buena noticia.
Pero en aquellos momentos Nerón estaba para pocos arrumacos. Sus ojos semejaban
ventanas abiertas de par en par y su cabeza peluda todavía temblaba por el
susto que se acababa de llevar. Recordaba como atraído por sus ganas de juego e
inagotable curiosidad, estuvo saltando sobre el globo de su amita hasta que
consiguió cortar el hilo que lo sujetaba. Se quedó sorprendido cuando comenzó a
elevarse. Eso sí que no lo esperaba, los juguetes no volaban como los gorriones
y las mariposas. Y ahora, ese perro raro de chirriantes colorines que tanto le
atraían se había subido hasta el árbol, y con el largo hilo balanceándose de un
lado a otro parecía estar burlándose de él. Sabía subir a los árboles, era una
de sus especialidades, aunque alguna vez tuvieran que bajarlo con una escalera,
pero este tenía el tronco tan alto y liso que nunca se atrevió. Y allí estaba
él, pasmado como una estatua de porcelana, mirando el globo fijamente y con
tanto deseo de alcanzarlo como desconsuelo por haberlo perdido. Entonces vio llegar
a Cristina, gritando y poniendo una de sus habituales caras feas en las que enormes
goterones le salían por los ojos y que a él tan poco le gustaba porque siempre
acababa con el pelo empapado de mocos tras ser estrujado por la niña ¡con lo
poco que a él le gustaba mojarse! Con ella iba el abuelo que se puso a hacer
posturas raras agarrado a la corteza. Enseguida supo que esa era su
oportunidad. Cuando el anciano llevaba subido algo más de un metro, dio un
salto y haciendo impulso sobre su espalda, alcanzó la primera rama, luego otra
y por fin se encontró junto al ansiado globo. Satisfecho se puso a juguetear
con él dándole golpecillos, sin caer en la cuenta que sus uñas retráctiles seguían
al aire y el globo estalló con gran estruendo. Nerón se llevó tal susto que se
dejó una de sus siete vidas en la caída que dio con sus patas y sus huesos en
el suelo. Con más miedo que vergüenza, agachó las orejas, escondió el rabo y se
metió dentro de la caseta de Tristán, el perro color canela que en esos
momentos dormitaba plácidamente y que al sentir al intruso se limitó a reclamar
silencio con un ligero gruñido, luego abrió un ojo, cruzó sus manos y recolocó
la cabeza sobre ellas. Esas guerras nunca iban con él.
Gracias por el regalo Inma Blanco |