Esta semana, Charo Cortes nos invita a un reto dificil, crear un relato en el que estén presentes uno o varios de los palíndromos que ella ha creado y que están a continuación. Espero haber acertado el relato con lo que se pedía:
Palíndromos:
-Acaso hubo buhos acá
-La ruta nos aportó otro paso natural
-Se corta Sarita a tiras atroces
-No subas abusón
-La turba bajaba brutal
-Oír ese río
-Anita lava la tina
-Átale, demoniaco Caín, o me delata
-Amo la pacífica paloma
-Se van sus naves
-Acaso hubo buhos acá
-La ruta nos aportó otro paso natural
-Se corta Sarita a tiras atroces
-No subas abusón
-La turba bajaba brutal
-Oír ese río
-Anita lava la tina
-Átale, demoniaco Caín, o me delata
-Amo la pacífica paloma
-Se van sus naves
El hombre de la puerta
Al abrir la puerta él estaba
allí plantado sobre el felpudo, serio y sombrío como acostumbraba. No lo
esperaba y por eso me sorprendió ver su fantasmal figura ante mí tan temprano. Le
conocía bien, éramos compañeros desde hacía tanto que ya casi ni podía hacer
memoria. Todos le llamaban Cheers, como aquel bar tan de moda, apodo que a él
no le gustaba nada, decía que era un maldito nombre de stripper de cabaret y
entraba en cólera solo de oírlo. Era un tipo raro de narices, se pasaba el día
buscando frases idiotas, tan absurdas y chaladas como él mismo, y que según
decía se podían leer del derecho y del revés; palíndromos las llamaba: “la turba bajaba brutal”, “acaso hubo búhos acá”;
cada vez que encontraba una chasqueaba los dedos y apretaba los puños con
aspavientos de triunfo. Eran esas de las contadas veces que sus gestos le
hacían parecer humano. Había algo en su aspecto que estremecía, por eso me
gustaba hacer determinados trabajos con él. Tenía un rostro pétreo y alargado, de
sobresaliente mentón y completamente picado de viruela, nariz ganchuda y unos
ojos grises como el acero, tan resecos y minúsculos que helaban la sangre; una
mueca de desprecio jalonaba de manera constante el lugar donde debía estar su
boca que jamás en todos aquellos años había visto abrir para sonreír, salvo
cuando encontraba alguna de esas frases chifladas; sorprendía que no se
quebrara al caminar viendo el saco de huesos y la planta espigada como el Big
Ben que arrastraba en pasos cortos y perezosos. Había cumplido las 37
primaveras hacía apenas tres días, lo recordaba bien porque era el número que
tengo escrito junto a mi puerta, pero sobre todo por el festín de ron y mujeres
que nos habíamos regalado ese día para celebrarlo; Tanto libertinaje era extraño
en un tipo como él y me sorprendió que me invitara.
Cheers continuó inmutable durante
unos segundos delante de la puerta y frente a mí, esperando no sé qué,
mirándome fijamente y sin apenas mostrar emociones como en él era habitual;
tampoco dijo nada, solo realizó ese gesto que yo tan bien conocía y que hizo que
comenzase a orinarme encima; con parsimonia, abrió su chaqueta como James
Cagney en “El enemigo público”, sacó
su Baretta y me descerrajó dos tiros. Después, volvió a guardar la pistola
humeante en la cartuchera que le colgaba bajo la axila y se giró sin que un
solo ademán delatara remordimiento alguno por haberme matado; tras cumplir su
trabajo, alejó su amistad de hielo con paso firme al tiempo que restallando los
dedos me sentenció su último hallazgo: —No
subas, abusón.
No me lamenté ni le culpé,
ambos sabíamos que en nuestro oficio se moría joven y que los papeles podían
haber estado cambiados. Ahora, tirado en el suelo del zaguán de mi propia casa,
desangrándome como un cerdo por la herida que las certeras balas han abierto en
mi pecho, es cuando tengo claro que aquella tarde que el jefe me envió a vigilar
a su chica, tuvo malas consecuencias. Me queda el consuelo de que al menos gocé
mi jodida condena.