La abuela Águeda
La abuela Águeda se dirigió al cuarto de baño. De allí,
atropellando y como alma que lleva el diablo, salía Manolín, con la cara escocida
y colorada como un pimiento morrón.
- Diablo de crío, no tiene
idea buena - pensó irritada mientras recogía de la pila el frasco de color
ámbar del genuino masaje Floïd, su aroma inconfundible inundaba ahora completamente
el cuarto.
Sin cerrar la puerta del estrecho
baño, la abuela trató de lavarse la cara, pero apenas pudo mojar un poco sus pequeños
y acuosos ojillos, las manos temblorosas apenas podían retener el agua que caía
en la pila sin siquiera rozarla. Luego, de modo concienzudo y coqueto, se recompuso
el largo y plateado cabello siempre bien recogido en un perfecto y redondo moño.
Sus arrugadas manos movían los ganchos e imperdibles con sorprendente agilidad,
tras tantos años el propio pelo estaba bien adiestrado. Cuando hubo acabado de
arreglarse, se miró discretamente y con recato en el espejo, comprobó que ya se
encontraba lista para ver, como cada tarde, a aquellos señores repeinados y tan
bien vestidos que daban el parte en el aparato nuevo donde también echaban
películas.
Arrastraba la abuela Águeda los
pies al caminar y tenía la espalda ligeramente encorvada por el peso de sus
muchos años y de tanta vida acumulada. Viuda al terminar la guerra, se las
ingenió para sacar adelante a cuatro hijos en una posguerra donde el hambre y
el miedo iban de la mano en días fríos e interminables. Con paso lento fue
hacia la cocina y comprobó que el hervido de la cena seguía bullendo
alegremente, luego se dirigió al comedor. Allí, Marisa, su hija menor, hacía un
remiendo en los pantalones cortos del niño que aun corría por el pasillo
con la cara echando fuego. Luis, su marido, fumaba un Celtas corto sentado en
el sofá de skay verde, mientras contemplaba la enorme bola del mundo que,
girando sin cesar y con soniquete espacial, anunciaba el inicio del telediario desde
la mágica pantalla en blanco y negro del televisor Philips que tanta ilusión había
traído a la casa.
La abuela Águeda se sentó en su
silla junto a la mesa, odiaba el sofá tan moderno que le parecía blando e incómodo,
estiró todo cuanto pudo su eterna bata gris con lunares blancos hasta ocultar
sus rodillas y juntó férreamente las piernas enfundadas en medias negras de
grosor centimétrico. Ya se encontraba lista para ver las noticias, cuando
observó que Lucía, su nieta, jugaba revolcándose
por la alfombra de lana. Con apergaminado gesto y algo enojada, la Abuela Águeda reprendió a la
niña:
- Nena – dijo - siéntate bien
y cierra las piernas, ¿no ves que el señor de la televisión te está mirando?
“Sin duda la abuela Águeda era una mujer de otro
tiempo, pero de un tiempo que, desde la perspectiva que dan los años, fue vital
y donde ellas fueron y son protagonistas imprescindibles”.