Entre unas cosas y otras, esta semana no he podido escribir un relato para este jueves de cumpleaños. Pero no quería faltar a la cita de Alfredo en el aniversario de su Plaza del Diamante, por eso me he decidido por retocar un poco este relato que ya publiqué hace varios años. Felicidades Alfredo.
Regalo de cumpleaños
Tras aparcar en la espaciosa
plaza reservada, me dirigí al ascensor y pulsé el botón del piso número diez.
Al entrar al piso, se encendieron de improviso todas
las luces y al grito de ¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS!!! empezó a salir gente por todos lados. De
repente una marea humana se abalanzó sobre mí entre un mar de abrazos, besos y felicitaciones.
A algunos los conocía bien, a otros no recordaba
haberlos visto nunca.
Cuando se despejó mi entorno, la
señora de la casa, mi mujer, se me fue aproximando insinuante; vestía un
espectacular vestido rojo de una pieza que mostraba claramente sus rodillas y
el inicio de unos muslos jugosos e insinuantes. Sobre su generoso escote, que
mostraba unos rebosantes y desbordados pechos, reposaba un camafeo con el que
no cesaba de jugar. Lentamente llegó hasta mí y acercando sus labios susurró a
mi oído:
—Cariño, mi regalo de cumpleaños lo he reservado
para el final.
Al oír aquellas palabras que
vaticinaban un fin de fiesta altamente sugestivo sonreí mirándola a los ojos. Enseguida ella se alejó mezclándose entre un grupo de invitados, yo la observé durante unos segundos.
Aquel majestuoso cimbrear de caderas me hizo estar convencido de que yo era el
hombre mas afortunado de la
Tierra.
Dos horas después, los invitados
a mi fiesta de cumpleaños se iban retirando, algo que yo deseaba con
impaciencia; ardía en deseos de recibir el regalo prometido.
Apenas habíamos intercambiado algunas
palabras durante la noche, y tampoco ahora parecía que fuera a ser diferente; con
un escueto: —Tu regalo te estará
esperando en cinco minutos en nuestra
habitación —se escabulló hacia el interior de la casa.
Me asomé a la terraza y encendí
un cigarrillo. Apoyado en la baranda contemplé el inmejorable panorama lleno de
luces nocturnas que mostraba la ciudad y aspiré profundamente, necesitaba
despejar la cabeza, lo mejor de la noche llegaba ahora y debía de estar bien despejado
Cinco minutos después, lancé el
cigarrillo al vacío y desanudando la corbata me dirigí hasta la habitación. Una
luz amarillenta proveniente de una pequeña lámpara, iluminaba escasamente la
alcoba y allí, cumpliendo su promesa, se encontraba ella. Estaba echada sobre
la cama y únicamente vestía un elegante y atractivo salto de cama completamente
negro y ajustado a su cuerpo. Desde luego esta mujer sabía perfectamente como
realzar su extraordinaria belleza y sensualidad. Su pelo, estudiadamente
revuelto, apenas tapaba medio rostro que mantenía ligeramente agachado, mientras
sus grandes y rasgados ojos negros me miraban de una manera suplicante y
desafiante al mismo tiempo.
Me acerqué a ella y, separándole
el pelo de la cara, la besé. Enseguida noté que su pasión era todavía mayor que
la mía y su lengua comenzó a recorrer el interior de mi boca. Al poco sentí como
unas lágrimas resbalaban por sus mejillas mezclándose con nuestra saliva. —¡Hazme feliz! —rogó en un entrecortado
susurro.
Azuzado por aquel desafío,
comencé un frenético recorrido por todos y cada uno de los centímetros de su
piel. De sus labios fui bajando por su cuello hasta detenerme en sus pechos.
Los acaricié y los besé largamente. Destilaban un sabor a azahar que embriagaba
todos mis sentidos, consiguiendo que me fuera poseyendo una rigidez y una
consistencia como nunca antes había logrado. Al llegar a su sexo, sus grititos
empezaron a ser espasmódicos al ritmo de mi lengua juguetona. Al rato, fue ella
la que tomó el control, consiguiendo con su boca y sus manos sacudir todo mi
cuerpo, entregado a la causa desde hacía ya rato.
Cuando finalmente pude
penetrarla, aquel largo orgasmo final consiguió que definitivamente me
reconciliara con Dios.
A la mañana siguiente, con la luz
del alba y tras sonar suavemente el despertador del móvil, me vestí en silencio
para no despertarla. Era la hora de marcharme. Me giré para volver a echar una
última mirada a aquella esplendorosa mujer. No pude reprimir un suspiro,
incluso así, con el pelo enredado y medio envuelta entre las sábanas, estaba realmente
hermosa. Poniéndome la chaqueta me dispuse a salir, entonces me fijé en el retrato
que había encima de la mesilla donde un hombre y una mujer permanecían abrazados
y en actitud sonriente y feliz.
Luego, mientras esperaba el
ascensor, pensé que sin duda aquel había sido mi mejor día de casado y el mejor
regalo de cumpleaños de toda mi vida…, claro, si yo hubiese estado casado y si ayer
hubiera sido mi cumpleaños.