Dorotea nos invita esta semana a escribir sobre el frío, seguro que
pensar en él es una buena manera de combatir un poco el sofocante calor
que estamos pasando. Este es mi relato:
Aroma de castañas
La recuerdo vieja y lánguida, con las huellas de la vida marcadas en su
rostro por sinuosos recovecos de piel arrugada y seca. Tenía un aspecto quebradizo
y pequeño como un suspiro de Viernes Santo, siempre vestida de negro, con su
pañuelo en la cabeza, su toquilla pendiendo de los hombros, su faltriquera para
los dineros y su mantita en los pies. Pasaba horas sentada sobre una silla de
enea, a la intemperie del invierno y con un paraguas abierto como único techo
por si llovía; a su lado, en el suelo, un saco de arpillera colmado de castañas
crudas y una espuerta con carbón, un pequeño estante de metal lleno de
utensilios y hojas de periódico, un anafre de hierro con una puertecita y un cañón
de hojalata, del que constantemente salía el humo de las brasas, y sobre esta una
especie de sartén llena de agujeros donde las castañas se tostaban con la
cadencia que marcaban las endurecidas manos de la anciana.
Toda la plaza permanecía embriagaba del aroma dulzón a castañas asadas que
abrían sensaciones, dejándome fragancias nítidas de una infancia mezclada de
escarcha y cascaras de castaña.
Yo todavía era un niño en aquellas tardes de invierno al salir del colegio, ya anochecido y con un frio que empapaba el alma. Vivía un poco lejos y era
mi padre quien me recogía al salir del trabajo. Casi siempre tenía que esperarle sentado
sobre los gastados escalones, encogido, con la espalda apoyada sobre el enorme
portón que abría la escuela y notando como mis rodillas se iban tornando
moradas sin que el abrigo alcanzara a calentar lo que tampoco hacían los pantaloncillos
cortos. En la distancia, miraba a los chavales del barrio intercambiando cromos
de futbolistas o jugando a las canicas en un agujero excavado en la tierra helada; yo, fumaba la espera con cigarrillos
invisibles, lanzando finos círculos de vaho que se evaporaban con rapidez en el
aire. El mismo aire que se empapaba gustoso con los olores de las castañas
asadas.
A veces, la castañera me llamaba y yo colocaba mis manos con timidez junto al caldero
de humo; el calorcillo me estremecía. Era entonces cuando la anciana me mostraba
sus dos únicos dientes en una abierta sonrisa al regalarme dos castañas
calientes. —Toma, métetelas en los
bolsillos y caliéntate las manos —decía con ronca amabilidad.
Al poco solía llegar mi padre, cansado, con su mono marrón gastado y sucio,
y colocaba sus manos junto a las mías para entrar en calor. En ocasiones sacaba
una peseta y la vendedora volteaba con habilidad un cucurucho llenándolo de
castañas sabrosas; otras, su
gesto tristón revelaba que no había dinero, pero siempre, de una u otra manera,
yo me iba a casa con las manos calientes y las rodillas frías.
Al marcharnos, la castañera seguía cantando su pregón, atusando las brasas y
removiendo castañas, mientras la calle le devolvía el eco y la tarde moría
sobrecogida de frío.
Ilustración encontrada en la red, Carlos Rincón: La castañera